La provincia de Jujuy fue un espacio geocultural que desde comienzos del siglo XX atrajo el interés de las investigaciones antropológicas. Un primer antecedente conocido fue el paso de la expedición sueca de Erland Nordenskiold y Eric Boman por el Noroeste Argentino en 1901. En su recorrido extrajeron material arqueológico e información etnográfica sobre los pueblos que habitaban la región; y que posteriormente se depositarían en los museos de Estocolmo y Europa Occidental bajo una mirada de dominio colonial sobre los pueblos sudamericanos. Posteriormente hasta la década del 60 llegarían nuevas expediciones de la Universidad de Buenos Aires, creándose el Instituto Interdisciplinario Tilcara como primer centro de investigaciones antropológicas. Finalmente en 1985 surgiría la carrera de Antropología en la Universidad Nacional de Jujuy, proyectando una nueva generación de antropólogos que hasta la actualidad que han producido múltiples investigaciones sobre los procesos culturales, prehistóricos y biológicos en la provincia y la región circundantes.
La creación de la carrera de Antropología en Jujuy tiene por contexto la instalación de esta disciplina científica en los últimos 30 años en universidades de provincias limítrofes como Misiones y Salta. Tales enclaves institucionales parecen responder a una “necesidad” histórica del estado argentino – consciente y/o inconscientemente – de formar antropólogos espacialmente cercanos a “los otros culturales”; aquellos que por sus rasgos fenotípicos y/o pautas culturales, considerados como ancestrales o no modernos, no se correspondían con el supuesto “ser homogéneo argentino”. En este sentido, desde comienzos de siglo XX la Antropología argentina estuvo enclavada en un contexto metropolitano, en universidades de La Plata, Buenos Aires, Rosario y muy recientemente Córdoba, señalando el interés mayoritariamente de sectores socio-económicos medios y altos de las grandes urbes por la historia humana y, quizás, por los “orígenes” culturales de una nación en constante cambio que no se ajustaba al modelo de “crisol de razas”
Esta última visión, aún dominante en nuestro país, fue demostrada como falsa por las investigaciones antropológicas; y han revelado una diversidad cultural dinámica, en constante cambio, y también sometida a las desigualdades surgidas en la matriz del colonialismo de las potencias europeas. Sin embargo, aquella idea de homogenización socio-cultural de los integrantes de la nación argentina fue sostenida con fuerza en los discursos pseudo-nacionalistas del pasado por sectores sociales de tradición autoritaria y antidemocrática; esta visión ha calado hondo en la conciencia de muchos de nuestros conciudadanos y continua abonada por las políticas neo-coloniales contemporáneas. Sus consecuencias fueron (y son) la discriminación xenófoba, racista, y de género sobre aquellos “otros culturales que no entraban en el crisol”, su explotación como mano de obra barata, el despojo de su patrimonio y recursos naturales, y la negación de sus más elementales derechos humanos. En consecuencia, los antropólogos – y muy especialmente los que trabajamos en espacios de fronteras transnacionales como la provincia de Jujuy -, tenemos la responsabilidad moral y política de instalar en el debate público local problemáticas complejas y vitales tales como: los dilemas sobre las identidades socio-culturales pasadas y presentes, las transformaciones de las prácticas culturales impulsadas por nuestros pueblos originarios en la Historia, los vínculos indisolubles entre las poblaciones originarias locales y los territorios que los circunda (lo cual implica discutir con seriedad temas básicos como la propiedad de la tierra, el impacto de las explotaciones mineras, o la segregación espacial de grupos sociales concretos). Así mismo, contrario al estereotipo del antropólogo trabajando en lugares lejanos e inhóspitos, en los últimos 20 años antropólogos y antropólogas analizan en nuestras ciudades los estigmas socio-culturales ligados a la pobreza, las migraciones internas e internacionales, las articulaciones y tensiones entre la cultura globalizada y la cultura tradicional y local, las mediaciones culturales y biológicas en los procesos de salud – enfermedad, el impacto en el patrimonio arqueológico de la infraestructura urbana moderna, los impactos culturales de las más recientes crisis sociales, y sus relaciones múltiples con los modelos socio-económicos y de desarrollo vigentes e históricos aplicados a nuestro territorio provincial.
Por lo tanto, el quehacer antropológico ha dado acabadas muestras de ser una piedra fundamental para la planificación de un Estado que pretenda erigirse como responsable democrático y respetuoso de las diversidades culturales y que busque equilibrar las desigualdades sociales. Esto último implica la participación plena de antropólogos en la realidad que nos toca vivir, mediante equipos pluridisciplinarios en la planificación de las políticas públicas tales como: los sistemas de salud públicas, el ordenamiento territorial urbano y rural, la diagramación y/o ejecución de políticas de empleo genuino, la recuperación de prácticas culturales como recursos para el desarrollo humano, la protección y gestión del patrimonio cultural, o el impacto social de las grandes obras de infraestructura, sólo por nombrar algunas de nuestras implicancias disciplinarias.
Por todo lo expuesto, y dado el creciente número de profesionales de la antropología que residen e investigan en Jujuy, consideramos que tanto la labor profesional que realizamos – en donde se ponen en juego cuestiones centrales como la salud de nuestras poblaciones, la discriminación negativa y la pobreza en todas sus expresiones -, no debe quedar sujeta a los avatares del “libre mercado de trabajo”, es decir, sin una regulación ni jerarquización institucional que enmarque de algún modo la importante actividad profesional que llevan a cabo cotidianamente antropólogos y antropólogas que trabajan desde hace más de dos décadas en Jujuy.